Conectados al latir
Fue una tarde de finales de noviembre, cuando la luz del sol ya apenas dibujaba naranjas y violetas imposibles sobre el horizonte y las farolas de la ciudad se encendían al unísono preparándonos para otra noche de otoño por delante. Una que, sin embargo, iba a terminar siendo muy distinta a cualquier otra.
Los coches iban y venían por una ciudad todavía reponiéndose de un drama que había llegado solo semanas atrás en forma de vientos huracanados, fuertes lluvias y torrentes que se llevaron consigo desde lo más mundano hasta lo más sagrado, sin pedir permiso ni perdón.
Pero lo que estaba a punto de suceder en apenas unos minutos, borraría para siempre cualquier ápice de tristeza que pudiese existir en nuestro interior.
Hacía días que mi vida había cambiado por completo –todavía más en potencia que en hechos– desde que la mera posibilidad de lo que estaba por confirmarse llegó para sacudir mi existencia con el amor más puro que jamás haya sentido. Sin embargo, aún no había experimentado lo que aquella tarde sucedió en un momento mágico que jamás podré volver a vivir por primera vez y que transformó por completo mi existencia, marcando lo que vendría a ser el primer día del resto de mi vida.
Aquella escalera con aires de casa vieja me acercaba a cada peldaño hacia una imagen y un sonido que nunca podré borrar de mi mente. Varios pasos, un timbre, una sala de espera, una voz llamándonos y unas preguntas más tarde, al fin todo se acomodó para el momento de la verdad al que habíamos venido repletos de ilusión y todavía algo de duda. Y tras las cuestiones de rigor y los preparativos mundanos que yo viví en cambio como una ceremonia sagrada, de pronto se confirmó lo que durante tanto tiempo habíamos estado esperando. Allí estabas. Allí eras.
Verte en una pantalla tan minúsculo y frágil como poderoso y espléndido, conteniendo toda la fuerza del universo en tus apenas 5 milímetros, fue el mejor regalo de mi vida. Saber que esa pequeña mota sin forma definida, atada a la vida por un hilo de magia y carne y orbitada por un pequeño satélite de soporte vital hecho de polvo de estrellas y luz eterna, fue comprobar con los ojos lo que con el corazón ya sabía; al fin iba a ser papá y ante mis ojos se dibujaba, todavía algo borroso y difuminado–aunque repleto de vida–, un diminuto ser en desarrollo, portador de mi esencia, de mis genes y de todas y cada una de mis ilusiones y añoranzas. Una mota de eternidad transformada en vida y un infinito de posibilidades por delante, en una existencia que apenas había comenzado unas pocas semanas atrás.
Y aunque solo con aquella imagen ya hubiese bastado para saber que eras, para confirmar que estabas, para deshacer mi guardia y atravesarme el pecho con tu magia, de pronto, como si las puertas del paraíso se hubiesen abierto de par en par, un sonido divino inundó la sala y tu latido de vida que empezaba rebotó en cada pared y en cada una de mis células como si de un terremoto de amor se tratara. La cadencia perfecta, el ritmo armonioso y alegre de quien sabe que ha elegido venir a este mundo para ser luz, resistencia y esperanza.
Tus latidos resonaron y con ellos conseguiste despertar al instante en mí un instinto que jamás había experimentado. Era como si toda mi vida hubiese habitado un instrumento sin afinar y, de pronto, aún desde el interior del vientre, tus latidos hubiesen hecho resonar con precisión un fino hilo de plata que me llevó directo a una dimensión desconocida hasta el momento: la sutil transformación de la unidad, en la división eterna; la infinita gratitud de ser tu padre y tomar las riendas de tu porvenir hasta que la vida quiera. Conectados al latir, como dos cuerdas vibrando al mismo son en este misterio grandioso y mágico llamado vida que, también para mí, realmente hoy empieza.
Y es que Sucede Que Hoy escucharte latir fue el mejor regalo…